Las gélidas aguas




Desde aquél punto del acantilado, podía respirar el fresco y salado aroma del mar. El cielo estaba encapotado bajo nubes grisáceas que le daban un aspecto tétrico y desolado al lugar. Las gotas de lluvia caían sobre mi piel lentamente, borrando la sensación de pesadez y malestar que parecía adherirse a mi piel. Me sentía aliviada de estar en un lugar donde mis lágrimas se confundían con la suave llovizna que caía de las opacas nubes que poblaban el cielo. 

Miré hacia abajo, hacia el mar. Las olas golpeaban con furia la pared del acantilado. Quizá estuvieran tristes de que el verano les dijera adiós, pensé. Yo también lo añoraba, pues su despedida significaba la vuelta a la rutina que suponen los estudios de secundaria. Ningún adolescente quiere que el verano se acabe, pero yo sentía que me faltaba el aire cada vez que pensaba en ello. La presión que oprimía mi pecho cada vez que pensaba en las humillaciones, las burlas y los murmullos me era casi insoportable en algunos momentos. Tan solo quería huir del infierno en el que convertían mi vida día a día los que decían ser mis compañeros frente a profesores y padres, pero yo sabía muy bien que no eran inocentes de la culpa de atormentarme cada día sin motivo alguno. 

El viento glacial envolvía mi cuerpo, penetrando en mis huesos y provocando que mis dientes rechinaran. De esta guisa, bajé cuidadosamente por un lateral del acantilado hacia la playa. En más de una ocasión temí caer, las pequeñas rocas sueltas que había en el camino y la tierra mojada a causa de la lluvia me hacían resbalar y perder el equilibrio. 
Ya en la playa, caminé lentamente hacia la orilla y hundí la mano en las gélidas aguas del océano. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, respiré hondo y me senté en la arena a escasos metros del agua. Observé por espacio de varios minutos la magnífica escena en la que me encontraba. Las olas rompían a pocos metros de mí, la suave llovizna acariciaba mi piel, sentía la fría y reconfortante arena bajo mi cuerpo y mis manos.
Me levanté tiritando, me quité los zapatos y los dejé en la orilla. Metí un pie en las gélidas aguas, que congelaron todo mi cuerpo bruscamente. Tragué saliva y hundí ambos pies, después, hasta las rodillas. Sentía mi cuerpo cada vez más pesado y paralizado por el frío conforme iba sumergiéndome. Cuando el agua llegaba por mi barbilla, cogí aire y sumergí la cabeza.
Bajo el agua, mi cuerpo se paralizó completamente a causa del frío. Tiritaba incesantemente y mis dientes rechinaban. El aire fue escapándose de mis pulmones poco a poco, permanecí inmóvil. Una serie de imágenes invadieron mis pensamientos. 
Yo sonriendo en la puerta de la biblioteca sosteniendo libros en mis brazos, yo corriendo a abrazar a mi amiga a la que hacía varios meses que no veía, yo cantando en el karaoke el día de Navidad con un sombrero de Papá Noel en la cabeza. Una amarga sensación de tristeza y melancolía se apoderó de mí.

El aire en mis pulmones era casi inexistente ahora, los sentía arder en mi pecho, buscando oxígeno. Aguanté todo lo que pude, pero finalmente el agua inundó rápidamente mis pulmones. La vista se me nubló, mi cuerpo dejó de flotar y se hundió en las oscuras aguas de aquella fría noche de Septiembre. 




SARA   

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